La capital litoraleña lidera el consumo de cerveza en el país. En casi todas las casas hay barriles y crece la producción de cerveza artesanal. Habrá Oktoberfest, museos y patios al estilo europeo.
Tienen lo suyo. El “liso” es la medida litoraleña de la cerveza. Se acompaña con maníes o lupines horneados, salados y con piel. Restaurantes, como El Castillo, en Arroyo Leyes, elaboran y sirven cerveza artesanal: sabrosa, con más cuerpo y menos amarga que otras.
Sonaba a desafío. ¿De qué otro modo puede interpretarse? La invitación rezaba: “Vení a Santa Fe, tierra de cerveceros”. ¡A una quilmeña, que todavía recuerda tantos domingos, con malta y comida alemana en las mesitas de la cervecería de Otto Bemberg, nave insignia del partido! Pero acepté, convencida de que era un mito con pies de barro. Y hacia allí partí.
Los folletos pregonaban que hay 13 balnearios, 2.500 plazas hoteleras, cuatro universidades y 159 puntos gastronómicos. Atravesé una ciudad de sauces y ceibos, donde todos duermen siesta y las mesas y sillas de los bares pasaban la noche a la intemperie, porque nadie se las llevaba. Enseguida tuve las primeras instantáneas. Entre las calles Urquiza y 25 de Mayo se concentraba todo el pasado, con el Convento San Francisco a la cabeza (de 1680) y la iglesia Nuestra Señora de los Milagros, donde una vez brotó agua de un cuadro... durante una hora.
Y rebobiné. Santa Fe fue fundada por el mismo Juan de Garay, en 1573, pero 77 años más tarde debieron trasladarla ochenta kilómetros hacia el Sur, por las amenazas del río San Javier. Fue casi en vano porque, de ese modo, quedó emplazada en la confluencia de los ríos Salado y Paraná, y ninguno de los dos le daría tregua.
Santa Fe, la tierra de la batalla de San Lorenzo, del Monumento a la Bandera y de la Constitución, la patria de Antonio Berni, Juan José Saer y Alfonsina Storni era también una ciudad signada por el agua. Pero el agua también fue su bendición.
Así le pareció a Otto Schneider, cuando en 1911 se instaló a los pies de la laguna Setúbal, buscando un lugar donde continuar el know how que había aprendido en el establecimiento cervecero de sus padres, en Prusia Oriental. Allí impulsó la fundación de la Cervecería Santa Fe y, 21 años más tarde, brindó su apellido a una marca propia, creando una variedad que guardaba fuertes lazos con las tradiciones alemanas de su pasado. Apenas el teutón probó las aguas blandas del Paraná, con escaso contenido de hierro y sin metales pesados (lo que más oxida la cerveza), sintió que había sacado el huesito de la suerte en el pollo. Las santafesinas eran como las aguas blandas de Pilsen, la ciudad checoslovaca que era famosa por la elaboración de cervezas lagers. Temperamental, Schneider de inmediato impuso en la capital mediterránea algunas costumbres de su país natal: los patios cerveceros de Europa y el “liso” (el vaso pulcro y sin relieves para beber 255 cm3 de cerveza, lo justo para mantener el frío y los 2 cm de espuma).
El hombre no fue un pionero (el censo de 1895 otorga mayor antigüedad a la Schlau, la cervecería de Fernando Magdelín, la de Anthony, en Esperanza y, sobre todo, San Carlos, fundada por Francisco Neumayer en 1884), pero sí un creador.
Abrumada de ideas, ingresé bajo el sol rajante del litoral a la planta cervecera de Calchines 1401, donde todo comenzó. “Esta es una industria divertida”, dice a modo de bienvenida el ingeniero Eduardo Cetta, gerente industrial de Cervecería Santa Fe. “... El lúpulo es el alma de toda cerveza... las plantas de Luján, Salta y Santa Fe dan trabajo a 2.500 personas...el agua se purifica diez veces más que el agua de red y los tanques se lavan con soda cáustica para evitar la contaminación”, escuchaba mientras recorría la planta. La información rebasaba como la espumita en el chop, mientras afuera, en la zona de embotellamiento, la intensidad sonora era de ochenta decibeles. “... De cada producción cervecera se hacen 30 mil análisis...” ¡¿Treinta mil análisis?!, desconfié. “Sí, porque ésta es la única planta en donde se fabrican Budweiser, Schneider y Heineken juntas, cada una con su receta, y nada debe alterar el proceso. Obtuvimos varios premios y la certificación Bureau Veritas”, se ufana Cetta. ¿Por qué las cervezas no se venden con tapa a rosca?, pregunté, segura de que aquí sí pisarían el palito. Pero tomó la palabra Carlos Palacios, el gerente de operaciones que siempre tenía una respuesta para todo: “Porque es más cara, tiene que cerrar bien y a la vez abrir bien, el oxígeno de afuera quiere entrar y el gas carbónico de adentro, salir. Corona tuvo tapa con rosca en Europa, pero hubo problemas”. Brindamos, agradecimos y nos fuimos. Esa cerveza era fresca, menos amarga y más liviana que la de mi barrio. ¿Por qué?
“La cervecería Santa Fe hace un gran esfuerzo en recuperar el legado de la cultura cervecera de la zona. El liso en Santa Fe es lo que nunca cambia. La diferencia más clara entre esta cerveza y otras del país es la misma que hay entre la leche fresca y la de larga vida”, ejemplifica Carlos Fertonani, propietario de Chopería Santa Fe, Triferto, Saer y otros seis locales. “Sentarse a pinchar un barril es para los santafesinos lo mismo que para los porteños juntarse a tomar un café”, Mientras que en el país se consumen, per cápita, 43,4 litros de cerveza anuales, cada santafesino bebe 70 litros. Y este hábito, que un porteño confinaría a los bares, aquí es ante todo doméstico: a nivel nacional, Santa Fe lidera el consumo en barril y el 70% se toma en casa. La cerveza de barril no se pasteuriza (proceso que somete el producto al calor para garantizarle seis meses de duración, aunque pierda un poco de sabor, color y aroma), y por eso es más sabrosa. Aunque sorprenda, también los chicos toman cerveza: para los padres litoraleños, la combinación de cebada, levadura y lúpulo es una dosis vitamínica concentrada en los 80 cm3 del “cívico”, el pequeño vasito infantil. Una costumbre a la que también contribuyó la prohibición de vender gaseosa cola, vigente hasta los años 70 (la mayor diversión de los viajes de egresados era tomar Coca Cola en Córdoba). Así las cosas, el año pasado la provincia produjo 2.367 hectolitros y los visionarios dicen que el consumo crece 7% cada año.
Por la tarde, Marcelo Gil, técnico en heladeras, nos recibió en el patio de su casa. El calor era arrollador y su cerveza artesanal sabía a delicia fresca. “Yo comencé con un amigo y buscamos una receta por Internet, pero nos salió nafta súper. Consulté a un maestro cervecero y de a poco lo logré. Todos los miércoles preparo 90 litros, con 4 de graduación alcohólica. Si fermento a 18º C o 19º C, salen dos cervezas diferentes. Es un producto muy sensible, como hacer jamón”.
Fabricar cerveceza artesanal es una tendencia en ascenso, y no sólo en Santa Fe. Según Daniel Llinás, presidente de la Asociación Somos Cerveceros, la agrupación ya nuclea 130 socios en todo el país, que producen para consumo casero o comercial.
Quilmes, la ciudad que huele a tilo y cebada, ya estaba lejos. Aunque hay unos pocos bares de cerveza artesanal y Martiniano Molina, el invitado de honor del Primer Encuentro de Cerveceros en Santa Fe, confesó que en su casa, sobre el Río de la Plata, él hacía su propia cerveza, en la zona bonaerense aún no despertó un movimiento similar al santafesino. Durante el evento, que tuvo lugar en la restaurada estación Belgrano del ferrocarril, los artesanales habían vendido 3.500 litros de cerveza en dos noches.
Antes de despedirme, el intendente de Santa Fe, Carlos Barletta, habló de su provincia como “tierra de cerveceros” y dijo querer revivir el Oktoberfest y repetir en noviembre el Segundo Encuentro de Cerveceros. Se sumó a la pelea del director provincial de Turismo, Gustavo Reggiani, para que el Gobierno nacional otorgue a Santa Fe el título de “polo cervecero”. Pidió que se incluyera a la derruida y prestigiosa cervecería San Carlos (que volvió a producir las marcas Otro Mundo y Duff y está por relanzar su propia marca), a 47 km de la capital, como hito histórico del circuito temático. Y hasta inventó un ícono santafesino, el sapo de arcilla. En Quilmes, por ahora, no se consigue.
Fuente: Diario Perfíl